jueves, 10 de enero de 2008

MANUELA SAENZ EN PAITA:UN OCASO ALTIVO (1835-1856)

Manuela (Oswaldo Guayasamin)
Bolívar
Garibaldi
Paita


Por: Juan José Vega (13.9.1932- 8.3.2003)

En 1856, un 23 de noviembre, exactamente, murió en Paita Manuelita Sáenz, la mujer que más amó Simón Bolívar. Fue víctima de una peste de difteria; por esta razón no la sepultaron en el cementerio, sino en las afueras de aquel puerto, en fosas comunes, con los demás apestados. Estudiosos y poetas han fracasado hasta ahora en el empeño de ubicar los restos de Manuelita. No obstante hoy se abren nuevas posibilidades de localizar sus extraviados despojos. Quizá no estén del todo perdidos los rastros de esta mujer excepcional.

¿Mujer excepcional? Sin duda. Compartió proezas con Bolívar, pero el recuerdo histórico se ha centrado mucho más en el hechizo que ejercía que en su patriotismo, su coraje su inteligencia. Un falso moralismo también la ha dañado, pues de no medir su belleza y su desbordante pasión por el Libertador, tal vez la conoceríamos como heroína de de las historias oficiales, por méritos propios. Finalmente, calumniándola, los historiadores de nuestras oligarquías –rencorosas de Bolívar- también le han arrebatado una porción de su gloria. Con su vida independiente además fue feminista antes del feminismo; su orgullo y franqueza ahondó envidias y enemistades que aún perduran.

“JULIETA HURACANADA”
“Julieta Huracanada”, “angel color de espada” y “rosal hasta en la muerte errante”, llamó Pablo Neruda a Manuelita Sáenz. Conspiradora desde los días iniciales, en 1820 fue casada con extranjero, una de las coautoras de la subversión militar en el famoso batallón Numancia, que custodiaba Lima. Esa peregrina de América que gustaba también de lanzar arengas inflamadas y vestir uniforme. Amazona en campañas increíbles, fue a la par hembra dulcísima. Sabía escribir cartas inauditas y no faltan los que sostienen que también garabateó poemas. Consta que fue lectora de clásicos de la talla de Plutarco y de Tácito, así como de Cervantes y Tirso e, igualmente, de nuestro Gracilazo, que también era suyo porque ella nació en el gran Perú de Otrora.

Tomada Lima por José de san Martín, ella había respaldado en los salones limeños, con firmeza, la política de Bernardo de Monteagudo, el jacobino de la época, hombre que, lejos de estridentes fariseísmos prefería una monarquía progresista a un republicanismo estentóreo y reaccionario. De garra política, esta Manuelita se había ganado ya en Lima la Banda de Caballeresa de la Orden del Sol del Perú cuando Simón Bolívar la conoció en Quito en 1822. Tenía entonces 25 años.

No cabe en unas líneas la epopeya que Bolívar y Manuelita vivieron a salto de mata, por ocho años. Bastará señalar que se tenían lo que llamamos “camote”, pues fue amor que sobrevivió entre pleitos, andanzas e infidelidades, naturalmente en medio de batallas y sublevaciones sobre cinco países. Ella lo acompañó a Trujillo y lo siguió de cerca en las campañas de Junín y Ayacucho, marchando a la retaguardia del ejército patriota. Alguna vez Bolívar la calificó “ La Libertadora del Libertador”. Fue cuando en Bogotá, espada en mano, semidesnuda, saltó del lecho para contener a los conjurados liberales que esa noche pretendieron asesinarlo; le dio así tiempo para saltar por un balcón al río. “Mujer única” la había llamado cuando el apogeo y la gloria; “no puedo estar sin ti” le escribió una vez ( lo cual en Bolívar era mucho decir). Fue Manuelita uno de sus consuelos, epistolares en la etapa final, cuando desecantado él exclamaba :”¡ he arado en el mar!”.

Cuando Manuelita recibió una carta con la noticia de la muerte de Bolívar, angustiada se hizo picar por una serpiente cual nueva Cleopatra. Salvó con dificultad. Luego la frustrada suicida –tras varios desengaños políticos-decidió exiliarse. Había muerto también en las guerras civiles su querido hermano,un bolivarista a ultranza. Temperamental como era ella remató cuanto tenía y se marchó. Se vino a nuestra Paita, donde habría de vivir, penosamente en los últimos veintiún años de su vida. Jamás quiso volver a Quito, donde había nacido. Ni a su patria nueva, el recién nacido Ecuador.

Hace algunas semanas, regresamos a paita después de muchos años atraídos por una nueva versión brindada por Miguel Godos en torno al sitio donde podrían reposar los restos de manuelita; Godos, conocedor de mil y un secretos de la Historia de Piura, poseía un rastro. Gracias al Alcalde de Piura; Dr. Luis Paredes, pudimos contar con una fuerte camioneta que permitiera transitar por caminos todavía destrozados por las inundaciones y las lluvias. A marchar con el grupo invitamos a Isabel Ramos Seminario, de quien sabíamos su veneración por la memoria de Manuelita. Paita, con crisis y todo, es ahora un puerto bastante moderno. Muy diferente lucía el sitio en 1835.

A nadie confesó jamás Manuelita las verdaderas razones que la impulsaron a marchar luego a Paita, a un retiro solitario, apenas acompañada por su fieles criadas. Lo hizo al parecer por orgullo, temió exponerse a vengativos desdenes que de seguro le hubieran hecho de haber seguido viviendo en las grandes ciudades donde había lucido su esplendorosa majestad.

Para muchos resultó inexplicable que una mujer excepcional como manuelita, en quien armonizaban perfectamente hermosura e inteligencia, abandonara para siempre los placeres del mundo cuando apenas frisaba los 33 años de edad. Pero quienes la conocieron íntimamente comprendieron que ello obedecía sólo al gran amor que tuvo ella por Bolívar. Habiéndolo perdido para siempre, quiso vivir sólo de su recuerdo, juzgando de que ningún otro hombre podría desplazarlo de su memoria. Por eso se desterró voluntariamente, y –tal vez contra lo que hubiese querido- vivió aún muchos penosos años.

Paita, “pueblito costero del Perú, con continuidad eterna de sol lleno de polvo gris y de una adormecedora monotonía”, permitió a Manuelita una cierta tranquilidad que jamás había tenido. Escogió para habitar una humilde casita, teniendo por única compañía a sus críadas.

¿COMO ERA LA PAITA DE 1835?
¿Cómo era la Paita a la cual llegó Manuelita en 1835? Pues pobres y triste, bastante más que otros pueblos costeños de la época. Un informe de fines del siglo XVIII, poco después recogido en el Diccionario Geográfico de Antonio de Alcedo, revela que en Paita con excepción de tres edificios (la iglesia entre ellos), “las casas son bajas y las paredes de tierra y cañas”. Doce años antes que llegara ella a esas tierras nuestra protagonista, un marino francés, René Lesson, había escrito lo siguiente: “La mayor parte de las casas son cabañas construidas con cañas bravas,...los intersticios de estas cañas se llenan con barro o arena arcillosa, aunque tan imperfectamente que sus paredes suelen parecerse a una criba. Los techos, de cañahejas de estanques, y que son traídas de lejos, se apoyan en troncos de bambú, tan sólidos como graciosos y ligeros. El aire penetra por todas partes de estas sencillas viviendas desprovistas de muebles. Las casas de las personas notables están edificadas con fragmentos de piedra arenosa y de conchas, cubiertas de modo que tienen una galería en el primer piso…Las calles de Paita son derechas y las cabañas colocadas en dos o tres filas..,algunas tiendas bordean el mar y ha sido instalado un cómodo desembarcadero…en la parte meridional hay talleres para pequeños navíos. ( Hay) dos iglesias y pese a que están techadas de paja constituyen los más suntuosos monumentos de este lugar miserable”.

El menaje de las viviendas paiteñas era harto pobre; y por costumbre la hamaca fue insustituible en las casa de toda categoría. La población – decíase - sumaba entonces unos mil quinientos habitantes, con mayoría abrumadora de una confusa mezcla de indios tallanes, zambos y mestizos. Paita cambio un tanto al surgir la gran caza de ballenas como una nueva industria en el mundo, se convirtió en un centro de abastecimientos, sobre todo para naves norteamericanas. En un pequeño barrio hasta tuvo su “paraíso de Mahoma…con proveedores de de hospitalidad barata” para los marinos. Era famosa también la picantería de José Chepito, según escritores de la época. Por esta posición ballenera la ciudad , en general, no debió decaer tanto, como si sucedió en todo el Perú al advenimiento de la República. Cuando menos hubo en estos años un falso progreso, “de enclave”.

Como sitio al cual acudían algunos balleneros norteamericanos al largo de todo el año a fin de acopiar provisiones aludió a Paita el merino yankee W.S.W Rushenberger en 1833. A esa Paita recaló Manuelita, nauseada de traidores y de cobardes, que entonces la atacaban con saña, tras haberla temido y adulado.

La llegada de Manuelita casi coincidió pues con el inicio de el pequeño “boom” ballenero. Algo prosperó el sitio, antes sus ojos Kart Scherzer, un viajero alemán que visitó Paita en 1859,creía que la población podía llegar a cuatro mil habitantes, sin duda no calculó bien; era menor. Pero debió contar con cifras precisas de otra naturaleza; dijo que anualmente anclaba en Paita entre cuarenta y cincuenta navíos de caza de ballenas. Allí se proveían de provisiones frescas, de la buena agua de Amotape, traída en mulas; y de carbón. Deducimos que también descansaba la marinería y la oficialidad, antes y después de las travesías según casos Y que naturalmente, se divertían. Muchos marinos pasarían por la tenducha de Manuelita en pos de buenos cigarros, algunos souvenirs, bordados, dulces. Fue una clientela que le cayó del cielo. En cuanto al puerto mismo, el citado Scherezer calculó en unas veinte embarcaciones (botes, chalanas, lanchas, balandras) que estaban en la rada.

Las exportaciones visibles en los embarcaderos de esa Paita eran sombreros de paja, pieles de cabra, de fibras y aceites de fríjol ricino y fríjol piña, para combustibles y jabones. Ricardo Palma escribiría en Paita en 1856, que “las calles eran verdaderos arenales”; y el sabio alemán Ernst Middendorf, al pasar por allí unos quince años después dejó una descripción, donde todavía señala que “la plaza es un arenal”, que las viviendas siguen siendo “de barro y caña” y que las calles son “caminos desiguales, sin pavimento cubiertas de denso polvo” y “la iglesia parece un ruinoso depósito”.

El “boom”, a lo que se ve no había dejado muchas huellas en el portichuelo, que cuando a la visita del gran peruanista germánico había ya perdido su pequeño ímpetu económico. Retrocedemos ahora unos tres decenios para retornar a nuestra protagonista.

Así, Manuela a secas. Manuela y no Manuelita, porque de tal modo se llamaba a si misma esa brava hembra. Y solía decir también “la Sáenz”. A veces espetaba de esta forma su nombre, en algunas discusiones. Tal por lo menos, como advertencia, se lo dijo a una mujer que intentó cruzarse en su camino, frente al Libertador: “Yo soy la Sáenz”.

Pero estas son otras, historias y no estábamos ahí para tratarlas. Nos ganaba la imagen de manuelita en su altiva desventura. Así los tres, Chabela, Miguel y yo, con otros amigos empezamos a evocar la Paita de esos tiempos, desde la Paita asaltada por Lord Thomas Cochrane en sus incursiones precursoras de las campañas de José de San Martín quince años antes que Manuelita arribara. Y, sin querer casi, comenzamos a recordar el final trágico de la vida de esa mujer heroica; una existencia que empezó tan desventuradamente.


MANUELITA EN PAITA

Fue pues una pequeña Paita, casi toda de “quincha” –esto es de caña y barro- y llena de insectos termes, con calles que “parecían arenales” a la que llegó Manuelita en 1835. Empezaba a agravarse su reuma (del cual ya se quejaba hace cinco años atrás) y no sabemos si trajo sus perros Santander, la Mar, Córdova y Páez. Pero si consta que de inmediato, enfrentando resueltamente la vida, puso una tiendita en cuyo cartel se leía “Tobacco, English spoken Manuela Sáenz”. Fue en verdad un fin que pudo haber inspirad a Esquilo una tragedia. Ese día recorrimos Paita de un extremo a otro ayudados por unos cuantos libros, documentos y remembranzas. Hicimos una retrospectiva, evocando a la olvidada heroína. Los recuerdos empezaron con un célebre novelista.

EL AUTOR DE “MOBY DICK”
Manuelita, quien había llegado a Paita ya con treintaiocho años a cuestas, se defendió como pudo. No sólo vendía cigarros y souvenirs a oficiales y marineros de los navíos que recalaban en el puerto. También expendía dulces y adornos diversos. Como flores artificiales. Asimismo, tejía. A veces arrendaba una habitación “muy limpia”. Igualmente, gracias a su conocimiento del inglés y del francés, en ocasiones dictaba oficios o traducía textos y declaraciones en una administración portuaria discreta, pero cada año más amplia debido al tráfico ballenero. Paita se iba convirtiendo en lugar de paso de los navíos que venían desde los Estados Unidos a recoger presa de lejanos cetáceos.

En aquella Paita no faltaron incidentes judiciales, disputas y crímenes de taberna.
Motines tampoco. Un de estos fue el protagonizado por la marinería del “ Acushnet”, recordable porque entre quienes desfilaron por el tribunal – tal como lo ha recordado Víctor von Hagen- estuvo un muchacho grumete cuyo nombre aún nada significaba, Herman Melvill.

El futuro autor de “Moby Dick” se fijó en ella y recordaría la forma altiva como soportaba su desgracia; evocó más tarde con cariño la figura de Manuelita, ya madura, entrando en Paita “montada en borriquillo gris, con la mirada fija en las paletillas, en el juego de la cruz heráldica de la bestia”.

EL ACCIDENTE
La dureza de esa vida solitaria se le complicó horriblemente a causa de una caída. La vieja escalerilla de su pobre casa cedió un día y rodó, quebrándose la cadera; nunca se recuperó. No sólo fue desde entonces incapaz de caminar, sino que ni siquiera podía subirse a una bestia. Ella había recorrido gran parte de América a pie y caballo y había bailado en todos los palacios, pero tuvo que resignarse. Su vida a partir de ese momento habría de transcurrir entre su hamaca y un sofá. El accidente ocurrió en los principios de la década del 1840.

Para entonces el gobierno de Nueva Granada no le devolvía sus bienes y en Bogotá hasta quemarían sus cartas y documentos como una “vergüenza para el Libertador”. En Quito, donde la detestaban, los bienes familiares seguían envueltos en una maraña judicial si n termino. Peor era en el Perú, donde la oligarquía siempre la aborreció. Nuestro país gozaba en la orgía del guano. Se multiplicaban fortunas mal habidas sobre la base del robo al fisco, se dilapidaba.. pero nadie se acordó de Manuelita y ella en su orgullo fue incapaz de pedir un centavo. Ni siquiera le giraban una pequeña pensión que le correspondería como Caballeresa de la Orden del Sol. Bastante daño también le causó el retorno al Perú de José de la Riva Agüero ( el que pactó con los españoles a espaldas de Bolívar) y, todavía más daño, el asilo concedido al general José María Obando, el mismo que asesinó al Mariscal Antonio José de Sucre, a traición; individuo éste que fuera enemigo acérrimo del Libertador y que habría de gozar de una considerable influencia en Lima.

Algunas nuevas amistades paiteñas ayudaron entonces a manuelita, sobrevivía con estrechez. Inválida mantuvo la tiendita, pero su capacidad de acción disminuía. Había engordado mucho tras el accidente. Además debía sostener a las tres criadas que la rodeaban y que jamás quisieron separarse de ella.

Felizmente un personaje de influencia local, Alexander Rudens, Cónsul de los Estados Unidos en Paita, la apoyó en estas lamentables circunstancias; también otros del lugar. Algo después, muy lejos asesinaron a su esposo, el naviero inglés James Thorne, a quien no veía media vida atrás. Este le había dejado en testamento ocho mil pesos. En realidad, le devolvía exactamente la dote familiar que Manuelita aportara al matrimonio de 1817. Era una suma que le habría aliviado, peor en Lima seguían odiándola y el caso de este legado también se enredó en la madeja tinterillesca. Nunca pudo cobrar esa suma ni otra. Ni siquiera con la “Información de Pobreza” que se levantó en Paita, donde declararon varios de sus amigos, dejando constancia que vivía en un “miserable altillo..buhardilla alta..miserable”, “ a expensas de la piedad de sus amigos”, “tirada en una hamaca, sin poder moverse”. Rudens, admirador de Bolívar, quien fue el primero en prestarle indispensables auxilios, ayudó nuevamente en este caso. Pero todo fue en vano. Lima – que se divertía en nombre de la patria- nada quería saber con “ la amada de Bolívar”.


GARIBALDI: “CON LAGRIMAS”

Uno de los grandes que se postró ante la inválida fue quien al poco habría de convertirse en el legendario héroe de Italia, Guiseppe Garibaldi, indiscutido líder de los “camisas rojas” y de la libertad de su patria. No hizo en Paita sino visitar a Manuelita; él mismo lo contó en sus Memorias con indudable acento de emoción.
“Desembarcamos en Paita, donde pasamos el día. Fui amablemente recibido en la casa de una afectuosa dama que estaba clavada en el lecho por un ataque de parálisis que le impedía el uso de sus miembros; pasé la mayor parte del día en un sofá junto al lecho de la dama”.
“Doña Manuelita Sáenz era la más amable y cortés matrona que haya visto jamás. Había disfrutado de la amistad de Bolívar y conocía los más minuciosos detalles del gran Libertador”.“Me despedía de ella muy emocionado. Los dos teníamos lágrimas en los ojos, sabiendo con seguridad que era nuestro último adiós en esta tierra”.

OLMEDO: GRACIOSA Y GENTIL
Por esos años , en 1846, antes de regresar a Guayaquil, el poeta José Joaquín Olmedo se detuvo en Paita, donde se entrevistó con el joven Carlos Bello, hijo de su cordial amigo don Andrés y también con la célebre Manuelita Sáenz, avecinada en ese puerto, de la que escribió frases poco conocidas que dicen: “ Doña Manuelita de Sáenz era la más graciosa y gentil matrona que yo hubiera visto hasta ahora. Había sido amiga de Bolívar, conocía las circunstancias más minuciosas de la vida del Libertador de la América del Sur. Esta vida consagrada completamente a la emancipación de su país y las altas virtudes que le adornaban, no valieron para sustraerla al veneno de la envidia y del fanatismo que le amargaron sus últimos días. Es siempre la historia de Sócrates, de Cristo, de Colón y el mundo que da siempre presa de las miserables nulidades de la vida que saben engañarlo”.

Olmedo había cantado a Bolívar en versos que hoy inmortales. Tal vez pudo haber ayudado a Manuelita, porque esta le guardaba algún aprecio; pero los años y la enfermedad lo ganaron; falleció el año siguiente en el Ecuador,decaído y achacoso.

A principios de 1854, Manuelita habría de sufrir un golpe moral la muerte del maestro Simón Rodríguez, aquel viejo que entendía su genialidad y orgullo, porque en el fondo ambos eran seres idénticos; acorralados por la miseria en rincones del mundo. Escudados en su propio orgullo.

Triste fue el tránsito final del gran Simón Rodríguez. A juzgar por lo registrado en una información publicada en “ El Comercio” del 5 de marzo de 1854, residía el en Tumbes o en Paita. Dice así ese informe:
Paita,febrero 26 de 1854. “En Amotape, pueblo del río Chira está muriéndose el conocido señor don Simón Rodríguez, ayo del Libertador Bolívar, que en viaje de Tumbes a este puerto no ha podido pasar adelante. Su miseria es extremada,pero algunas personas caritativas de aquí han formado una suscripción para proporcionarle los medios de aliviar sus últimos momentos”. Debio pro,over esa colecta Manuelita Sáenz.
Pocos ayudarían al empeño de colaborar en el sepelio de “ el colombiano”, como muchos le decían. En cualquier forma, se deduce de la información que la pequeña colecta se emnvió. No sabemos el fin en que se usó en Amotape. Es probable que sirviera para pagar el modesto sepelio. Lápida no hubo; sospechamos que tampoco tuvo ataúd y que fue enterrado en cuerpo. Lo sepultaron en la misma iglesia; como era costumbre todavía aún durante esa época tratándose de pueblos pequeños.

Manuelita, inválida no pudo cruzar el desierto y dar la despedida a su ilustre e idolatrado amigo.

OTRAS VISITAS EN PAITA
Así se arrastraron las semanas, los meses, los años. De vez en cuando le llegaban cartas de fieles amigos, como el general Florencio O´Leary , quien se basó en documentos de manuelita para reconstruir una parte de la información bolivariana para una vasta colección que sería luego mundialmente célebre. Pero casi siempre las cartas traían malas noticias, de ingratitudes en especial. Más la atacaban quienes más ayuda habían recibido de sus manos. En medio de estas amarguras, siempre cubiertas con una sonrisa, tuvo Manuelita la satisfacción de recibir en Paita la visita casi increíble de un viejo amigo, de un sabio anciano y aventurero expulsado de todas partes. Era un octogenario que viviría casi de la mendicidad, recién instalado en una aldea cercana, el pueblito tallán de Amotape. Era Simón Rodríguez el maestro de Bolívar, el hombre a quien el Libertador siempre había reconocido como su formador inicial y como consejero franco. Hasta Ministro de Educación había sido, más no era entonces sino un peregrino montado en un burro flaco.

Por esos años –como lo registra Evaristo San Cristóbal – también llegó a verla el culto médico peruano Adán melgar. Venía de Europa y en sus charlas con Manuelita le oyó decir con altivez: “ Si el libertador hubiera nacido en Francia habría sido más grande que Napoleón”

Ahora bien , ¿conoció el joven Grau a Manuelita?
Es completamente posible; lo raro sería que no la hubiera conocido. Grau nació en tierras piuranas en 1834, el año anterior a la llegada a Paita d esa mujer muy célebre entonces. Habiendo transcurrido en la pequeña Paita buena parte de la juventud del héroe y siendo puerto de su arribo y de embarque en numerosas ocasiones, resulta casi imposible que no la hubiera tratado. La opción aumenta si nos atenemos a la humanidad de Grau, a quien debió preocupar el infortunio que arrastraba a tan cautivante mujer; la cultura de ella debió ser otro punto posible de contacto. En todo caso un asunto que aún guardan los archivos y las cartas inéditas.

Una tradición oral señala, que Paula Orejuela, la “Morito” una de las ahijadas paiteñas de Manuelita, era hija de la comadrona que ayudó a dar a luz a la madre de Grau.

PALMA: “MAJESTAD DE REINA”

El último personaje importante que vio a Manuelita fue nuestro tradicionalista Ricardo Palma , Muy joven, éste se enroló en la Marina huyendo como él cuenta de las complicaciones derivadas de cierto “ amorcillo de estudiante”. De manuelita ya casi nadie se acordaba en el Perú y Palma ignoraba su existencia. Ni siquiera hallándose en Paita a bordo del “Loa” supo de ella. Fue un francés quien, paseando por la ciudad, le habló de la compañera de Bolívar. Concurrió a visitarla de inmediato.

Pudo apreciar la estrechez en que vivía:”los muebles de la sala no desdecían en pobreza, un ancho sillón de cuero con rodaje y manizuela y vecino a éste un escaño de roble con cojines forrados de lienzo; gran mesa cuadrada al centro; una docena de silletas de estera de las que algunas pedían inmediato reemplazo; en un extremo tosco armario con platos y útiles de comedor y en opuesto una cómoda hamaca de Guayaquil. Vestía pobremente, pero con aseo y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado en mejores tiempos gro, raso y terciopelo”. La vio “con la majestad de una reina sobre su trono”.

Plama, quien quiso muy poco a Bolívar, no es avaro en elogios a Manuelita. Habla de su “cortesana naturalidad”, de su “perfecto tipo de mujer altiva” y su palabra “fácil, correcta, nada presuntuosa dominando en ella la ironía”. Alude también a su “distinción” y reconoce que nunca bajo a tierra “sin pasar una horita de sabrosa plática con doña Manuelita Sáenz”.

Es interesante una de sus remembranzas: “ recuerdo también que casi siempre me agasajaba con dulces hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar”.

LA “MORITO”


En sus últimos años, una chiquilla también le ayudaba en algunos menesteres, la mentada Paula Orejuela, su ahijada. A esta mujer, muy anciana ya, alcanzó a conocer el joven Luis Alberto Sánchez, hacia 1924.

“Yo la quería mucho, mucho. Con sólo verla daba ganas de quererla y respetarla. Era una señora alta, robusta , de cara redonda” le dijo.
“¿Y nunca le habló de Bolívar?,interrogó Sánchez a la vije mulata, respondiéndole ella: “ Jamás señor. Ni siquiera vi un retarto de él, a pesar de que la acompañé durante tanto tiempo” ; y precisó que “ no había recuerdos del Libertador en casa de Manuelita”, lo cual indica que, por temor no decía la verdad o que, sencillamente, por su corta edad, la “Morito” jamás tuvo acceso al cofre de las cartas ni a otros recuerdos del Libertador.

Esa “Morito”, nos da los rastros finales de Manuelita, a quien al parecer – y es de recalcarse- amaban mucho las personas que la servían (lo cual daba pábulo a feroces calumnias). Decía que “vivía retirada en su casa, haciendo flores. No tenía dinero y había que ganarlo para pasar mejor la vida. La ayudaban sus dos sirvientas, Dominga y Juana Rosa, las dos muertas hace tiempo. Yo iba siempre y la ayudaba también. Hacíamos flores de trapo y luego las vendíamos. Trabajaba mucho, todo el día cosía sus flores y nos auxiliaba a las tres. Las tres trabajábamos juntas. Y ella con nosotras. No era orgullosa sino con la gente de afuera”.

LA PESTE
Una mal día de noviembre de 1856,desembarcó en Paita un marinero con “la abominable e infernal enfermedad de la garganta” Se desató la difteria. La inválida no pudo huir a través del desierto, como otros lo hicieron. Su servidora María Rosa, que por lealtad permaneció con ella, murió primero. Luego la peste cobró su más ilustre víctima. Fue en la tarde del 23, a las seis. Estaba muy cerca de los sesenta años de edad. Sus pertenencias fueron arrojadas al fuego; así acabó en las llamas el cofre donde guardaban con tanta devoción las preciosas cartas de Bolívar y quien sabe que otras reliquias del Libertador.

DONDE FALLECIO

En Paita subsiste una casa que lleva placa contemporánea alusiva a Manuelita, pero, por su factura moderna no parece coincidir con las descripciones del siglo pasado; tampoco la del balcón que la “Morito” señaló; y aún existe una tercera. Probablemente, manuelita vivió en más de una casa en los veintiún años que pasó en Paita y posiblemente la tradición oral aluda en cada caso más al sitio que a las construcciones mismas. Por otra parte, conforme nos mostró el culto párroco de Paita, Padre Palacios, sus libros parroquiales registran un gran incendio en el puerto el 9 de octubre de 1884, que destruyó cincuenta casas, siniestro de del cual dieron cuenta los diarios de la época, sucintamente.

LA POSIBLE TUMBA


“El Libertador es inmortal, aunque lo queman no muere” , había escrito Manuelita, anticipándose a la inspiración tupacamarista de Alejandro Romualdo en su más famoso verso. Fue en los días terribles de 1830, tiempo en que despojado de poder muchos lo calumniaban a mansalva y los envidiosos más cobardes hasta lo insultaron. No podía sospechar que la metáfora vendría doblemente para ella, porque vive, aun cuando los sepultureros, quizá la quemaron algo con chamizas o por lo menos arrojaron su cuerpo a las improvisadas tumbas colectivas que se abrieron a raíz de la peste.

Sus huesos, sin embargo, serían identificables –si no se calcinaron- gracias a la fractura de la cadera.

Ahora bien,¿dónde se abrieron las fosas comunes?
No fue en el cementerio, que por eso no conserva sus restos; tuvo que ser en las afueras y por sitios donde nadie transitaba, esto es hacia el sur. ¿El lugar preciso?. Versiones orales recogidas de labios de ancianos por Miguel Godos indicarían que fue en la cumbre de un pequeño morro que allí existe y donde hallamos todavía unas pocas cruces dispersas, más recientes. Lo cual revelaría que el sitio se volvió a usar como campo santo –panteón de menesterosos , clandestino parece tiempos después, cuando de la peste no quedaba sino la tradición entre la gente más vieja del puerto.

La cumbre del morro era conocida con la sospechosa denominación de lazareto” en la versión oral popular porteña, según el mismo Godos, circunstancia que aumenta la opción de haber sido realmente aquel lugar el cementerio de las víctimas de la peste; pero el sitio bien pudo ser también en las cuchillas del morro y arriba pudo estar un precario hospital. En todo caso, la ruda eminencia donde se divisa íntegra la enorme rada y se columbra el océano, constituye el pedestal de la gloria de esa extraordinaria mujer a la cual Neruda cantó con sus mejores versos, mientras buscaba sus restos inhallados:

“ Y ella está aquí, pero
Ya nadie
Puede reunir su
belleza”.


De la cumbre pelada del morro arrancamos una flor rarísima en esos pedregales. Era rojo oscuro, la pusimos en manos de quien mantiene vivo el fuego de veneración por Manuelita. (28.05.1987)